martes, 10 de enero de 2017

El milagro de la relatividad del tiempo

Aquella noche, él le pidió que se acordara de cuando murió Alberto. De cuán injusto les pareció que sólo hubiera vivido un par de años, de cómo buscaron por todas partes la razón de aquella aparente sinrazón, porque ellos creían firmemente en la lógica y en los quarks, y en la belleza de la proporción áurea y del número π por encima de todo. Fue entonces cuando descubrieron que el tiempo de los mamíferos no se mide por algo tan planetario como el movimiento de traslación de la tierra dividido en 365 ciclos de rotación divididos por la culpa sexagesimal babilónica en veinticuatro fracciones de sesenta otras fracciones de sesenta otras fracciones (llegándose sólo más tarde a las fracciones decimales que de las clepsidras no se podrían haber aprehendido). No, el tiempo de los mamíferos se mide por ese tic, tac rítmico que nos acompaña desde que los cardiomiocitos comienzan a desempeñar su función: porque la frecuencia cardiaca y el tamaño del cuerpo (del cual el corazón supone invariablemente un 0.6%) se relacionan inversamente según la ecuación que reza que la duración del ciclo cardiaco es igual a 0.249xM0.25 (siendo M el peso del mamífero en cuestión, en Kg), y además, la esperanza de vida (para animales en cautividad que no están expuestos a los predadores, se entiende) corresponde a 11.8xM0.20; es más, si dividimos la segunda expresión por la primera, obtenemos un valor aproximado de mil quinientos millones de latidos a lo largo de cada vida. Le recordó que aplicaron la segunda fórmula a sí mismos, y descubrieron que los humanos son la excepción que confirma la regla, dado que un mamífero de tamaño similar viviría con suerte tres décadas, y ellos estaban rodeados de gente que sobrepasaba con mucho esa edad. Pero Alberto era un ratón: su corazón latía, de media, 500 veces por minuto cuando descansaba; hasta 8oo cuando corría en su rueda. Comprendieron maravillados que en realidad Alberto, al compás de su pequeño corazón, había vivido mucho más deprisa que ellos, condensando su tiempo en la aparente estabilidad de días inexactos marcados por amaneceres y ocasos. Aquella noche, él la abrazaba con mucha más fuerza que de costumbre, y la intentaba convencer de que quizá él hubiese nacido con un corazón equivocado, que no sabía que los humanos son la excepción a la regla, o con un corazón que quería a su vez ser la excepción de la excepción y cumplir a rajatabla con las ecuaciones: un corazón acelerado que, como quiera que fuese, le susurraba al oído, le había proporcionado, durante aquellas tres décadas, el tiempo suficiente para conocer de memoria cada uno de los cabellos de ella, para aprender a contar sus días no por rotaciones terrestres, sino por cada vez que sus corazones habían latido en armonía.

La enfermera, no obstante, irrumpiría con el cóctel de medicamentos de las 7 como cada mañana, ajena al milagro de la relatividad del tiempo.