Aquella noche, él le pidió
que se acordara de cuando murió Alberto. De cuán injusto les pareció que sólo
hubiera vivido un par de años, de cómo buscaron por todas partes la razón de
aquella aparente sinrazón, porque ellos creían firmemente en la lógica y en los
quarks, y en la belleza de la proporción áurea y del número π por encima de todo. Fue entonces cuando descubrieron que
el tiempo de los mamíferos no se mide por algo tan planetario como el
movimiento de traslación de la tierra dividido en 365 ciclos de rotación
divididos por la culpa sexagesimal babilónica en veinticuatro fracciones de
sesenta otras fracciones de sesenta otras fracciones (llegándose sólo más tarde
a las fracciones decimales que de las clepsidras no se podrían haber
aprehendido). No, el tiempo de los mamíferos se mide por ese tic, tac rítmico
que nos acompaña desde que los cardiomiocitos comienzan a desempeñar su función:
porque la frecuencia cardiaca y el tamaño del cuerpo (del cual el corazón
supone invariablemente un 0.6%) se relacionan inversamente según la ecuación
que reza que la duración del ciclo cardiaco es igual a 0.249xM0.25
(siendo M el peso del mamífero en cuestión, en Kg), y además, la esperanza de
vida (para animales en cautividad que no están expuestos a los predadores, se
entiende) corresponde a 11.8xM0.20; es más, si dividimos la segunda expresión
por la primera, obtenemos un valor aproximado de mil quinientos millones de latidos
a lo largo de cada vida. Le recordó que aplicaron la segunda fórmula a sí
mismos, y descubrieron que los humanos son la excepción que confirma la regla,
dado que un mamífero de tamaño similar viviría con suerte tres décadas, y ellos
estaban rodeados de gente que sobrepasaba con mucho esa edad. Pero Alberto era
un ratón: su corazón latía, de media, 500 veces por minuto cuando descansaba;
hasta 8oo cuando corría en su rueda. Comprendieron maravillados que en realidad
Alberto, al compás de su pequeño corazón, había vivido mucho más deprisa que
ellos, condensando su tiempo en la aparente estabilidad de días inexactos marcados
por amaneceres y ocasos. Aquella noche, él la abrazaba con mucha más fuerza que
de costumbre, y la intentaba convencer de que quizá él hubiese nacido con un
corazón equivocado, que no sabía que los humanos son la excepción a la regla, o
con un corazón que quería a su vez ser la excepción de la excepción y cumplir a
rajatabla con las ecuaciones: un corazón acelerado que, como quiera que fuese,
le susurraba al oído, le había proporcionado, durante aquellas tres décadas, el
tiempo suficiente para conocer de memoria cada uno de los cabellos de ella, para
aprender a contar sus días no por rotaciones terrestres, sino por cada vez que
sus corazones habían latido en armonía.
La enfermera, no obstante, irrumpiría
con el cóctel de medicamentos de las 7 como cada mañana, ajena al milagro de la
relatividad del tiempo.
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