sábado, 11 de febrero de 2017

Las mujeres que no querían ser jefas

Nací en 1980. Nunca pensé en que por ser mujer tuviera que ser distinto para mí que para un hombre, que tuviera menos oportunidades, o no pudiese hacer lo que me proponía, por mucho que mis padres se empeñaran en recordarme día sí y día también que una niña no hace eso, que es eso es de niños, que una niña no hace aquello, que no es de señoritas.
Cuando yo nací, ya había muchas mujeres en la Universidad. En aquella época, empezaba a doctorarse una de las que ahora es compañera de trabajo, y hace quince años una de las mejores profesoras que tuve en la carrera. El otro día me contó una historia preciosa. Ella era la única mujer haciendo la tesis, todos sus compañeros eran hombres. Un día, cuando llegó el ansiado microscopio con cámara, uno de sus compañeros le espetó: “X, ¿qué te parece si, ya que tú sabes mecanografiar, me pasas a máquina los listados de estudiantes, y a cambio me dejas a mí hacer las fotos con el microscopio? Te daré las que necesites, claro.” Ella declinó amablemente tan amable propuesta.
Supongo que las cosas ya no son así.
Cuando entré en la Universidad, en 1998, era ya normal que las mujeres estudiaran. Incluso las mujeres de familias trabajadoras, como la mía, en la que ni mi madre, ni por supuesto mi abuela, pudieron estudiar, ni siquiera la primaria. Yo llevo en ciencia más de trece de mis casi 37 años, y he sido pocas veces consciente de un trato machista hacia mi persona. Como mucho, algún personaje de cuyo nombre no quiero acordarme dijo alguna vez “Mmmm, huele a becaria” cuando mi compañera y yo entrábamos por la puerta; un reputado doctor se dirigió a una compañera preguntándole, en mis narices de señora de 32 “¿Quién es esta niña?”; alguna vez algún señor se ha dirigido a mí en una charla comentando “Oh, you’re young and beautiful”. Nada grave. Nada que me haya hecho plantearme, ni por un momento, que por ser mujer no tenía derecho a estar ahí.
He trabajado con muchas mujeres de mi edad, más jóvenes y algo más mayores. Ninguna de ellas, que yo sepa, tuvo problemas para estudiar ciencias. Claro que en mi campo somos mayoría: en Biología, alrededor de un 60% de los estudiantes son mujeres; en Medicina, sobre un 80%. Es normal, ya saben que a las mujeres lo que nos gusta son las carreras orientadas a las personas y los animalitos.
Y sin embargo, muchas de ellas no querían ser jefas. Algunas no se veían con capacidad. Otras no estaban dispuestas a sacrificar su vida personal (familiar) por un puesto de responsabilidad. Otras, simplemente decían no y preferían no hablar de ello.

martes, 10 de enero de 2017

El milagro de la relatividad del tiempo

Aquella noche, él le pidió que se acordara de cuando murió Alberto. De cuán injusto les pareció que sólo hubiera vivido un par de años, de cómo buscaron por todas partes la razón de aquella aparente sinrazón, porque ellos creían firmemente en la lógica y en los quarks, y en la belleza de la proporción áurea y del número π por encima de todo. Fue entonces cuando descubrieron que el tiempo de los mamíferos no se mide por algo tan planetario como el movimiento de traslación de la tierra dividido en 365 ciclos de rotación divididos por la culpa sexagesimal babilónica en veinticuatro fracciones de sesenta otras fracciones de sesenta otras fracciones (llegándose sólo más tarde a las fracciones decimales que de las clepsidras no se podrían haber aprehendido). No, el tiempo de los mamíferos se mide por ese tic, tac rítmico que nos acompaña desde que los cardiomiocitos comienzan a desempeñar su función: porque la frecuencia cardiaca y el tamaño del cuerpo (del cual el corazón supone invariablemente un 0.6%) se relacionan inversamente según la ecuación que reza que la duración del ciclo cardiaco es igual a 0.249xM0.25 (siendo M el peso del mamífero en cuestión, en Kg), y además, la esperanza de vida (para animales en cautividad que no están expuestos a los predadores, se entiende) corresponde a 11.8xM0.20; es más, si dividimos la segunda expresión por la primera, obtenemos un valor aproximado de mil quinientos millones de latidos a lo largo de cada vida. Le recordó que aplicaron la segunda fórmula a sí mismos, y descubrieron que los humanos son la excepción que confirma la regla, dado que un mamífero de tamaño similar viviría con suerte tres décadas, y ellos estaban rodeados de gente que sobrepasaba con mucho esa edad. Pero Alberto era un ratón: su corazón latía, de media, 500 veces por minuto cuando descansaba; hasta 8oo cuando corría en su rueda. Comprendieron maravillados que en realidad Alberto, al compás de su pequeño corazón, había vivido mucho más deprisa que ellos, condensando su tiempo en la aparente estabilidad de días inexactos marcados por amaneceres y ocasos. Aquella noche, él la abrazaba con mucha más fuerza que de costumbre, y la intentaba convencer de que quizá él hubiese nacido con un corazón equivocado, que no sabía que los humanos son la excepción a la regla, o con un corazón que quería a su vez ser la excepción de la excepción y cumplir a rajatabla con las ecuaciones: un corazón acelerado que, como quiera que fuese, le susurraba al oído, le había proporcionado, durante aquellas tres décadas, el tiempo suficiente para conocer de memoria cada uno de los cabellos de ella, para aprender a contar sus días no por rotaciones terrestres, sino por cada vez que sus corazones habían latido en armonía.

La enfermera, no obstante, irrumpiría con el cóctel de medicamentos de las 7 como cada mañana, ajena al milagro de la relatividad del tiempo.

lunes, 12 de diciembre de 2016

Atracción fatal

Aquel aroma era verde y húmedo. Irresistible. Le recordaba mucho a su infancia, aquella época resbaladiza, perezosa pero demasiado corta, saturada de olores pringosos, acetato de isoamilo, butirato de pentilo, comer, comer, comer y arrastrarse. Después vino el retiro espiritual de su adolescencia, qué contradicción, esa etapa que para otros supone el frenesí de la vida, y ella allí escondida a oscuras, envuelta en su edredón translúcido, sin querer saber nada del mundo, como si se estuviese digiriendo por dentro, cambiando tanto, tanto, que cuando llegó la mañana de su transición a la adultez y sacó la cabeza de su envoltura, el mundo la cegó con su belleza. Nunca lo había visto así. En realidad, nunca había tenido la oportunidad de mirarlo: se había limitado a hacer caso a su olfato, a su apetito. Ahora había que desplegar las alas, mover los pies para desentumecerlos, y salir a explorar...aunque seguía siendo esclava de su olfato.
Se sentó a esperar sobre la fuente de aquel aroma. Desplegó todos sus encantos olorosos sobre el suelo: laurato, miristato, palmitato de metilo; aromas aceitosos, melosos, irisados. Pronto se acercó él. Empezó a dar vueltas a su alrededor, bailando hipnóticamente. Ella se resistía, se escapaba, corriendo de un lado para otro, hasta que olió el acetato de cis-vaccénico y cayó rendida e inmóvil. Copularon.
No hizo falta que ella le dijese que su aroma la había enamorado para al menos un tercio de su vida, de la que ya había consumido otro tanto. Había que darse prisa, aquel lugar impregnado de acetato de isoamilo parecía ideal también para su descendencia. Ella se aprestó a parir, mientras él emprendía el vuelo.

Yo ni la vi, tan pequeña como era, camuflada e inmóvil sobre el círculo marrón en la piel verde de aquella pera de agua. Con un cuchillo separé el trozo demasiado maduro. Ella seguía allí cuando tiré aquel trozo a la basura.
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Este relato corresponde al tema de diciembre #RelatosOlores de la iniciativa @divagacionistas

domingo, 3 de enero de 2016

Turno de noche (I): El trabajo

Durante tres años, Half & Carmen fueron peones industriales en turno de noche en una rotativa, todos los fines de semana del curso y siempre que había hueco durante los meses de verano y otras vacaciones.

Empezamos firmando contratos de fin de semana, vía las recién puestas de moda ETTs, y al cabo de varios meses pasamos a firmarlos por un mes. Corría el año 2000, y la hora de peón salía a algo menos de 800 pesetas (algo menos de 5 euros después). No se cobraba ningún plus por trabajar en turno de noche, claro, porque el horario normal de la empresa era nocturno. Aunque en realidad la rotativa no paraba nunca: de día se imprimían los suplementos, de noche los diarios. La justificación de los contratos siempre era: “acumulación de tareas por exceso de producción”. La realidad es que en nuestra sección, el cierre, sólo había cuatro personas por la empresa, dos por noche, mientras que trabajadores temporales por exceso de producción podíamos llegar a diez o doce en fin de semana, uno o dos según el día de la semana. Durante años, años y años. Imagino que a día de hoy, si es que la empresa sigue, el exceso de producción continúa imprevisto, y como es imprevisto, seguirán contratando gente en precario.

Trabajábamos en una nave industrial, en medio de un descampado, que siempre tenía las puertas abiertas. En la nave había pulgas, y el primer año que estuve cogí piojos. Recordaré toda la vida que estudié el examen de Fisiología Animal mientras mi madre y mi abuela me sacaban las liendres. De todas formas, no puedo asegurar que los cogiera en el trabajo, tal vez fue en el bus o en la facultad, quién sabe. El frío en invierno era bastante brutal, pero con chaqueta no se puede trabajar, así que yo siempre iba con tres o cuatro mangas y guantes sin dedos, que también protegían las manos de los cortes con el papel. Entrábamos a  las once de la noche, y salíamos a las siete de la mañana, o cuando acababa la producción. Como cobrábamos por horas, nos convenía que las cosas fuesen mal para cobrar un par de horas más (un día hubo tal holocausto de papel, que algunos compañeros se tuvieron que quedar hasta las cinco limpiando. Yo, que siempre he sido una floja, me ahostié a la una del mediodía tras resbalarme por el cansancio, y me mandaron a casa).

El trabajo era bastante sencillo, pero también bastante cansado. Por una parte, la rotativa imprimía el diario, y los más veteranos alimentaban la máquina con los suplementos y la publicidad que tocaba ese día. Eso suponía horas ininterrumpidas de coger fardos, levantarlos y colocarlos perfectamente cuadrados en un agujero (siempre me gusta decir que aquel era un castigo griego, un trabajo de Danaide). Por otro lado, los más nuevos, cuando la máquina fallaba, recibían los periódicos mal colocados que caían por una rampa, los recomponían, hacían fardos de cincuenta y los recolocaban en la cinta transportadora. Para cuadrar los fardos había levantarlos con un movimiento de brazos contra el tronco y darles varios golpes contra la mesa, lo cual dejaba a las señoras de mi estatura dos bonitos rodales negros en los pechos, y a los más altos uno en la barriga. Muchas veces nos turnábamos, porque en tiradas muy largas la máquina tenía que ir muy rápido, y se tragaba los suplementos a velocidades que obligaban a doblar el lomo tantas veces por minuto que los flojos como yo corríamos riesgo de descuajaringamiento. Según el día, cuando acababa la tirada del periódico principal, había que preparar el suplemento del día siguiente o algún periódico de tirada menor. Eso significaba seguir doblando el lomo: la mitad recogía los fardos de la cinta transportadora y los cuadraba, la otra mitad cogía los fardos cuadrados y los colocaba en palés.

Mis preferidos siempre fueron uno de la iglesia y uno del partido comunista, que se imprimían el mismo día. Los comunistas iban a palés, y hasta hace nada todavía voluntariosos vendedores te los ofrecían por dos euros a la puerta de la FNAC. Los de la iglesia iban por suscripción, así que había que doblarlos cuidadosamente y ponerles una pegatinita con la dirección del destinatario. Como soy tan buena persona, o tan boba según se mire, creo que nunca llegué a hacer algo que pensé tantas veces: meter los periódicos comunistas, o al menos una hojita, dentro del periódico de la iglesia. O tal vez sí lo hice y he borrado el recuerdo. Lo que sí hice alguna vez fue dibujar bigotes en alguna publicidad de contraportada, y si alguna vez entre 2000 y 2003 alguien se encontró un crucigrama hecho, no puedo decir que no lo hiciera yo para matar el tiempo durante alguna rotura de máquina.


Era cansado, pero también tenía sus momentos buenos. En navidades sobraban botellas de vino de las cestas y el trabajo de las danaides se hacía mucho más llevadero. A veces, al salir, decidíamos ir a gastarnos el sueldo de una hora en desayunar un chivito y una cerveza en alguno de esos bares de abuelo en el que los parroquianos, mientras sorbían su carajillo, miraban aquella banda de jóvenes zarrapastrosos preguntándose por qué no estaban vomitando en un portal después de toda la noche de fiesta. Y quien no ha llegado a casa después de toda la noche doblando el lomo, lleno de virutas de papel y con las uñas y los mocos negros, se ha quitado la ropa que en realidad es un trapo lleno de tinta y se ha tumbado en la cama estirando los deditos doloridos y llenos de cortes, no sabe qué es la felicidad.

jueves, 31 de diciembre de 2015

2015: Epílogo

– 2015 ha sido el año en el que has bajado a la tierra- me ha dicho Half esta mañana – Ahora eres profesora en Castellón, dices que investigar es muy complicado y en vez de ser productiva te pasas los ratos muertos en el tuiter.

Volver. (¿Con la frente marchita?) Ése había sido mi objetivo desde que hice las maletas aquel 4 de enero de 2009. Volver a mi casa, pero no de cualquier manera: volver como profesora de universidad. De universidad pública, por supuesto, y por mis méritos, no por conocer a los de la dentro. Que una tiene sus principios.

Y desde septiembre, ya soy profesora ayudante doctora, el escalafón más bajo. Hace más de un año volví a ¿casa? (¿y dónde está la casa de uno?), vivo en Valencia (una ciudad en la que nunca antes había vivido: soy de extrarradio, de área metropolitana, de finca entre un descampado y las vías del tren, de piso de estudiantes mal amueblado), y, en principio, se supone que ya había acumulado méritos suficientes como para haber ganado esa placita de profesora sin conocer a nadie de los de dentro (porque durante seis años había firmado contratos en tres laboratorios de dos países que no tenían relación alguna con nadie que yo conociese y ganado una beca a la que renuncié en un cuarto; porque había publicado bastante en número, y algunos de los artículos en revistas de ésas que llaman de alto impacto). De hecho, poca gente había dentro, porque el dentro estaba sin hacer: me colé en un pre-departamento que iniciaba la tarea semi-suicida de otro grado de más Medicina. (Ninguna ciudad española sin su aeropuerto, ninguna ciudad española sin sus estudiantes de Medicina).

Pero no estoy contenta. Cómo iba a estarlo. Porque no volví como profesora: volví como investigadora con derecho a docencia. Porque no volví por algo que hubiese buscado por mí misma tras más de un año de mandar mi currículum a centros de Reino Unido, de Francia, al menos cuatro decenas de solicitudes, incluyendo convocatorias para grants y becas como la Marie Curie y la Ramón y Cajal, con idéntico resultado. Volví porque mi director de tesis había acometido la tarea semi-suicida de cambiar de Universidad en su cincuentena (algo inaudito en un catedrático, ¿verdad? Como inaudito que se refiera a ti como compañera, que te diga que está contento de aprender de ti, que de los jóvenes se aprende mucho) y me propuso presentarme a la plaza de investigador que saldría en el pre-departamento. Plaza que sólo salió anunciada en el tablón de anuncios de la universidad, y a la que sólo me presenté yo. Plaza que ocuparía a la espera de que el rectorado abriese la mano y dejase convocar plazas de profesorado, que como se sabe están capadas por la bendita tasa de reposición y los benditos recortes. Y por fin las plazas de profesorado, dos, a las que se presentaron sólo un puñadito de candidatos, creo que todos o casi todos locales (porque sólo salen anunciadas en el tablón de la universidad, y sólo hay diez días para presentar las doscientas fotocopias acreditativas de los méritos en registro, y pagar la tasa de 27€ de "derechos de examen") y en las que, por primera vez, no me recortaron puntos del currículum por aquí y por allá con el famoso factor de atingencia, porque por primera vez un departamento de una universidad española no consideraba que mi perfil no era el adecuado. Cómo no iba a ser adecuado, si ya estaba allí. Gané las dos. Me quedé con una, y aún así no estuve contenta.

No sé si algún día estaré contenta. Me fui en 2009 equivocada respecto a todo, expectativas y maneras de hacer, y me ha costado mucho tiempo darme cuenta de cómo funcionan las cosas, hasta donde puedo llegar, y hasta donde no. Porque suena muy mal, pero he fracasado estrepitosamente: triunfar en el camino que emprendí en 2009, a día de hoy, pasa por conseguir financiación para poner en marcha ideas propias y está claro que mis ideas no son lo suficientemente buenas para las agencias de financiación.

Aunque tal vez sólo esté siendo una snob. Cuánto más glamour en decir que estás investigando en la Universidad de Cambridge, en el Imperial College de Londres, o en el Centro de Regulación Genómica, esa maravilla frente al mar, que decir que eres profesora en una universidad periférica, de esas que todo el mundo sabe, porque sale constantemente en los medios, que están podridas y en las que la meritocracia no existe. Eso dicen.

Y sin embargo, sí estoy un poco contenta. Estoy contenta porque el pre-departamento está creciendo, porque la mayoría de mis compañeros trabajan duro para sacar adelante una investigación digna con los medios precarios de los que disponemos, porque muchos de ellos han pasado por lo mismo que yo, esa emigración tan necesaria para ampliar horizontes, para crecer como científico; porque los estudiantes parecen estar satisfechos con la docencia que desempeñamos. Cómo no voy a estar contenta si en las evaluaciones, algunos de los estudiantes han escrito que agradecen mi dedicación y entusiasmo, que han aprendido más histología que nunca con mi ayuda, si la puntuación que me han dado ha quedado a una décima del máximo. Cómo no voy a estar contenta si mis estudiantes me escriben para decirme que han aprendido mucho en mis clases. Cómo no voy a estar contenta, y llena de responsabilidad, si tengo la oportunidad de poner un granito de arena en la formación de futuros médicos. Si tengo la oportunidad de dirigir a doctorandos y aconsejarles para que no cometan los mismos errores que yo.

Y sin embargo, pocos días que no me mire a los zapatos y piense: los compré en Londres. La chaqueta en Cambridge, los pantalones en Barcelona. Y piense que llegará un día en que todos esos recordatorios de lo que fui irán al cubo de la basura, y con ellos ese disfraz de orgullo que me fui construyendo como científica migrante. Pocos días que no mire la pared del despacho, donde he colocado postales que he ido recogiendo en mis viajes, acreditaciones de congresos con mis filiaciones pasadas, y piense que llegará un día en el que ya suene fuera de lugar decir a mis estudiantes que no se preocupen si tienen que emigrar porque es bueno, que yo hasta el año pasado, hace dos años, hace tres, vivía aquí o allá, y no sabía donde iba a acabar trabajando.

Sí, soy la malcontenta, que no es feliz mientras emigra, y que no es feliz cuando vuelve, porque siente que no lo hizo bien, que le quedó tanto por hacer, que lo podría haber hecho mucho mejor. Que desaprovechó todas y cada una de las oportunidades que se le pusieron delante.

Pero cómo no voy a estar contenta si me han crecido sobrinos*, si me han convertido en esa tía sin hijos que regala libros. Cómo no voy a estar contenta cada vez que Eva me dice “Tía Parmen, arriba” porque siempre elige mi regazo para sentarse a la mesa. Cómo no voy a estar contenta si Blai me recibe con esos abrazos cuando voy de visita a Albión, si Blai sabe que cuando coge el avión es para “see tío Obi”.

Habrá que dejarse de quejas y concentrarse en la sonrisa de los nuevos, en enseñarles lo que se pueda. No hay más remedio.

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*Carmen & Half, esa pareja de toda la vida, y prácticamente los únicos de su entorno que no se han reproducido, cuando hasta el Hombre Feliz y el Golden Polish, de quienes tanto hemos hablado aquí, lo han hecho este año.

domingo, 5 de julio de 2015

Miedo: (φόβος)

El miedo es una respuesta adaptativa a una amenaza explícita, sea ésta real o anticipada.

La ansiedad es un estado que implica incertidumbre: las amenazas son menos explícitas, ambiguas.


En el laboratorio, se utilizan animales para investigar las estructuras cerebrales que controlan las respuestas de miedo y ansiedad. Así sabemos que éstas están gobernadas por circuitos paralelos, que solapan en algunos nodos. El núcleo de la estria terminalis podría estar más implicado en la ansiedad, la amígdala y ciertas zonas de la corteza prefrontal controlan el miedo. 

La corteza prefrontal también controla la toma de decisiones, también interviene en la planificación del futuro, pero el miedo es una emoción demasiado poderosa. Si tenemos miedo, no hay decisiones que valgan (luchar o huir, sin tiempo para pensar), no hay futuro al que mirar.

El miedo no sólo puede estudiarse en animales. Los griegos, u otros muchos pueblos, también resultan muy útiles para comprender las consecuencias del miedo. 

martes, 24 de febrero de 2015

La alcaldesa y "el caloret"

En un lugar de la Comunidad de cuyo nombre no quiero acordarme, había una alcaldesa de recio porte, voz profunda, y bolso de luisvuiton. Decían las malas lenguas que aquella añeja (puesto que gobernaba desde hacía décadas) alcaldesa gustaba mucho de cierto destilado de la endrina, y que a los abusos del licor se debían sus no pocos deslices, que lejos de costarle el cargo, reforzaban aún más su posición.

Cuentan las crónicas cómo cierto día esta alcaldesa se amorró al balcón de su fortín para animar a sus conciudadanos en el inicio de unos famosos festejos y, empleando un batiburrillo infame de castizo castellano (que era su lengua materna) con palabrejos que se inventó pensando que eran propios de la lengua propia de aquella comunidad, soltó un “Deijeim (sic) pasar el verano (sic)…el invierno (sic)…y bojquem (sic) la llegá (sic)…l’arribada…del caloret (sic), el caloret (sic), el caloret (sic)…” que a todos dejó patidifusos.

Para saber si la alcaldesa tenía calor por culpa de la ingesta de espirituoso (como defendieron algunos) tenemos que conocer, primero, cómo nuestro cuerpo de animales homeotermos regula su temperatura, y cómo el alcohol afecta a esa regulación. Pero como los circuitos del sistema nervioso que se encargan de la termorregulación son complejos, me limito a dejarles con un esquema y una referencia por si estuviesen interesados en saber más.


La percepción del calor y el frío desencadenan respuestas comportamentales y autonómicas por vías distintas. La percepción consciente del frío hace que nos alejemos de él, del calor que lo busquemos (si no es excesivo). Por otra parte, las reacciones automáticas frente al frío son a) la tiritona, b) la vasoconstricción de los vasos sanguíneos cutáneos, que evita que el calor de la sangre se pierda, y c) la termogénesis por metabolismo en la grasa parda. Frente al calor, se produce vasodilatación y sudor. Fuente: Morrison y Nakamura 2011.

Y a lo que interesa: los efectos del alcohol sobre nuestra temperatura corporal son algo paradójicos, ya que aunque de casi todos es conocida esa sensación de caloret (sic) que provoca la ingesta de alcohol, lo que en realidad se produce es una reducción de nuestra temperatura corporal. O sea, que el alcohol afecta de manera distinta a la percepción del calor y a la regulación de la temperatura, que como ven en el esquema siguen vías neurales distintas.  Por eso, los ratones (y los ingleses) a los que se administra alcohol tienden a buscar temperaturas más bajas si se les da la oportunidad, y este comportamiento es contraproducente: por una parte, se incrementa la hipotermia, lo que no es demasiado bueno para el organismo, y por otra parte, la hipotermia disminuye a su vez el metabolismo, es decir, se reduce la velocidad de eliminación del tóxico de nuestro cuerpo.

Sabiendo todo esto, es evidente que la ingesta de alcohol pudo contribuir a que la alcaldesa sufriese un caloret (sic) que nada tenía que ver con la temperatura exterior, pero hemos de aceptar que no disponemos de suficientes datos de lo ocurrido el día de autos como para validar dicha hipótesis. Una explicación alternativa, aunque tal vez menos plausible, resulta de considerar que nuestra temperatura sigue un ritmo circadiano, siendo más elevada por la tarde-noche (es decir, cuando la alcaldesa se amorró al balcón) y más baja por las mañanas.

Tal vez la alcaldesa no había ingerido nada: simplemente, desconocía por completo la lengua propia de la ciudad en la que ejercía su mandato.  Una pobre lengua que a duras penas no había todavía dejado de ser propia de la comunidad, una pobre lengua vapuleada, perseguida primero por parte de ciertos llamémosles castellanoparlantes radicales, denostada después por una guerra abierta entre hermanos y vecinos que no se ponían de acuerdo en cómo bautizarla. Qué podemos añadir aquí que no se haya dicho ya. Quizá sólo nos quede imaginar humildemente qué sucedería si los gestores de lo público mirasen a Suiza no sólo como un destino apetecible en el que depositar su (el) dinero (de los contribuyentes), sino para tomar ejemplo de un país en el que existen tres [¡cuatro, me chiva en un comentario un amigo emigrado en Suiza, un emigrado de esos que no existen!] lenguas oficiales, en las que, ¡oh maravilla!, sus ciudadanos suelen ser capaces de expresarse indistintamente.

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I ací, en la llengua assassinada per l'alcaldessa:

E staven ab molt gran confiança per quant eren certificats, parlant de certa alcaldessa de veu profunda, cos imponent i bossa de luisviuton. I deien les males llengües que a aquella antiga (pels anys que duia governant) alcaldessa  li agradava molt la cassalleta, i que als abusos d’aquell transparent licor es devien els seus no pocs equívocs que, en lloc de costar-li el càrrec, reforçaven encara més la seua posició.

Conten les cròniques que cert dia l’alcaldessa s’amorrà al balcó del seu fortí per a animar els seus conciutadans en el començament d’unes famoses festes, i, amb una barreja infame del seu castellà castís amb paraules que es va inventar intentant imitar el que ella pensava que era la llengua pròpia de la ciutat sobre la que governava, va soltar un “Deijeim (sic) pasar el verano(sic)…el invierno(sic)…y bojquem (sic) la llegá(sic)…l’arribada…del caloret (sic), el caloret (sic), el caloret (sic)…” que va deixar tots els veïns bocabadats.

Per a saber si l’alcaldessa tenia calor per culpa de la ingesta d’aquell espirituós, com defensaren alguns, hem de conèixer primer, com el nostre cos d’animals homeoterms regula la seua temperatura i com l’alcohol  afecta a eixa regulació. Però com els circuits del sistema nerviós que s’encarreguen de la termoregulació són prou complexes, deixe als interessats un esquema i una referència per si vullgueren saber més.
Veure figura dalt.
La percepció de la calor i el fred desencadenen respostes comportamentals i autonòmiques per vies diferents. La percepció conscient del fred fa que ens allunyem d’ell, de la calor que la busquem (si no és excessiva). Per altra banda, les reaccions autonòmiques front al fred són: a) la tremolor, b) la vasoconstricció dels vasos sanguinis cutanis, que evita que la calor de la sang es perda, i c) la termogènesi per metabolisme del greix marró. Front a la calor, es produeix vasodilatació i suor.

I al que interessa: els efectes de l’alcohol sobre la nostra temperatura corporal són paradoxals, ja que tot i que de quasi tots és coneguda eixa sensació de caloret (sic) que provoca la ingesta d’alcohol, el que en realitat ocorre és una reducció de la nostra temperatura corporal. O siga, que l’alcohol afecta de manera distinta a la percepció de la calor i a la regulació de la temperatura, que com es pot veure en l’esquema  segueixen rutes distintes. Per això els ratolins (i els anglesos) als que s’administra alcohol tendeixen a buscar temperatures més baixes si se’ls dóna l’oportunitat, un comportament que és contraproduent: per una banda, així s’incrementa la hipotèrmia, el que no és massa bo per a l’organisme, i per altra, la hipotèrmia redueix el metabolisme, és a dir, es redueix la velocitat d’eliminació del tòxic del nostre cos.  

Sapiguent tot això, és evident que la ingesta d’alcohol pogué contribuir a que l’alcaldessa patira un caloret (sic) que no es devia a la temperatura exterior, però hem d’acceptar que no disposem de dades suficients del que va ocórrer aquell dia com per a validar la nostra hipòtesi. Una explicació alternativa, però potser no tan plausible, és considerar que la nostra temperatura segueix un ritme circadià,  i és més elevada per la vesprada-nit (és a dir, quan l’alcaldessa s’amorrà al balcó) i més baixa pels matins.

Potser l’alcaldessa no havia pres res: simplement, desconeixia per complet la llengua pròpia de la ciutat en la que exercia el seu mandat. Una pobra llengua que més mal que be no havia deixat de ser pròpia, una pobra llengua apallissada, perseguida primer per part de certs diem-los castellanoparlants radicals,  difamada després per una guerra oberta entre germans i veïns que no es posaven d’acord sobre com batejar-la. Què podem afegir que no haja segut dit ja. Potser només ens quede imaginar humilment que passaria si els gestors d’allò públic miraren cap a Suïssa no només com a abellidor destí en el qual dipositar els seus (els) diners (dels contribuents), sinó per a prendre exemple d’un país en el que existeixen tres [quatre, em diu en un comentari un d'eixos amics emigrats, eixos que no existeixen] llengües oficials en les que, oh meravella!, els seus ciutadans són capaços d’expressar-se indistintament. 

domingo, 4 de enero de 2015

2014: Epilogue


This year I flew again. This year I thought I’d never come back –or at least I wouldn't come back so soon. And here I am at home, by chance –but is this really home now, after wandering around, looking through those glass holes in planes and trains, feeling so low and so high at the same time, for so long, after six years?

So many things I won’t miss –not worth listing carpets, tripod plugs, safety and the like-, so many I will.

More specifically: 
I think I’ll miss 
that morning watery coffee, that Friday never-cold-enough beer; 
that crowd of brown eyes looking for a swatch of blue in the deepest grey, and that crowd of blue eyes skilfully avoiding any awkward situation. 
I’ll miss 
walking along the Thames while the yelling gulls fight and the tipsy Londoners practise the national sport, walking along the galleries full of all those marvellous pieces of world and culture painstakingly treasured by that race of imperialists. 
I’ll miss my coming back to Cambridge, realizing how absolutely painless and beautiful it was. 
So many old friends, some new ones. 
El meu nebodet mig guiri sobre la gespa d’Oxford, amb la boca plena de xocolata, i fent el lleó: ROOOAR, ROAAAR!

I’ll miss you all –but I never leave, because I’m always coming back.

domingo, 1 de junio de 2014

El propietario del tercer banco de Exhibition Rd

En Tavistock Sq (pasando por Grafton Way desde Fitzroy Sq -número 29, una placa recuerda que vivió G.B. Shaw, y más tarde V. Stephen (later Woolf)-, donde una estatua del antecesor de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, observa desde una esquina como un puñado de disidentes del maduro regimen bolivariano [tan de moda estos días] ataviados con gorras rojas, azules y amarillas, y banderas rojas, azules y amarillas, se enfrentan a un par de pacientes bobbies de negro con chalecos reflectantes, no llego a entender muy bien si intentando que les ayude a entrar a saco en la embajada de Venezuela [pienso: si los bobbies fuesen mossos, lo llevaban crudo los patriotas venezolanos], que se encuentra por supuesto en la calle donde hace dos siglos el antisistema pre-bolivariano tramaba contra el régimen imperialista español, pero estoy perdiendo el hilo) una mujer con una horrible melena rubio ceniza y gafotas y un carro de la compra y un paraguas (sí, de ésas de las que no puedes evitar pensar, menuda friki) se ha quedado traspuesta delante de una estatua de Gandhi rodeada de flores mustias (sospecho que nadie le dijo que en la India corre el rumor de que este otro libertador dormía cada noche con una virgen para poner a prueba su propia virtud), con las manos ligeramente separadas de la cadera, vueltas las palmas hacia arriba, en actitud de reverente oración. Tras esta meditación profunda, se aleja arrastrando los pies bajo una falda negra por los tobillos, casi idéntica a la que lleva esta chica indonesia que camina delante de mí, pañuelo negro en la cabeza, sotana negra hasta los pies bajo la que se entrevén unos vaqueros y unas zapatillas de esas que cosen los niños en su país, con las suelas fucsias, casi del mismo tono que la melena de ese británico barbudo y obeso que se sienta con su mujer obesa a sorber una coca-cola en un banco de Exhibition Rd. Y es así, siguiendo estas piezas que encajan a la perfección, que llegamos al banco donde cada mañana desde que llegué (y sospecho que desde hace mucho más tiempo) vive un hombre que viste de negro.

A la hora en que me dirijo a mis ocupaciones habituales, no suele estar despierto; sentado en el banco, protegido (es un decir) por un paraguas fijado sobre un carro de la compra lleno de bolsas, la capucha con pelos de su abrigo negro sobre la cara. A veces, a su lado hay un café, otras una naranja, aun otras un meal deal completo. Una vez coincidí con una de sus benefactoras, a quien se le ocurrió tocar el brazo del hombre para avisarle de que le dejaba a su lado un café: el hombre apenas levantó la cabeza, lo suficiente como para que se atisbasen unos pelos blancos saliendo de la capucha, en un gesto como de querer decir: no ves que estoy durmiendo, joder. Y tenía razón: será homeless, pero eso no significa que tenga que saltar de alegría porque alguien lo despierte con un café que no ha pedido. Hace una semana, el primer día de primavera, le vi la cara por primera vez: con puntualidad británica salió de su letargo invernal, quitándose la capucha y desperezándose al lado del banco. Confirmé que luce un enorme bigote blanco, níveo. Hoy domingo, a mediodía, sonreía desde unas gafas de sol negras, plácidamente compartiendo su banco con las familias con niños que acuden los días de fiesta al Museo. Me viene a la cabeza que hoy parece feliz, se me ocurre que quizá haya elegido vivir en ese banco, o que tal vez sí tiene una casa, posibilidad de lavarse, de comer, y sólo viene porque está jubilado y en lugar de mirar obras mira a las familias que vienen al Museo. Enseguida me convenzo de que la realidad raramente se parece a los cuentos.

domingo, 25 de mayo de 2014

Londres y Virginia Woolf


London was like a workshop. London was like a machine. We were all being shot backwards and forwards on this plain foundation to make some pattern. (...) So long as you write what you wish to write, that is all that matters; and whether it matters for ages or only for hours, nobody can say. V. Woolf, A room of One's Own, 1928. 

Sólo he leído dos libros de Virginia Woolf. El primero, Orlando, lo acabé de la noche del 11 de octubre de 2003, con un escalofrío en la espalda, no porque me hubiese maravillado, que más bien me dejó confusa, sino por como acaba: Y la duodécima campanada de la medianoche sonó; la duodécima campanada de la medianoche, jueves, 11 de octubre, 1928.

El segundo, Una habitación propia*, lo acabé hace un par de semanas. Una semana antes yo había escrito en mi otro blog acerca de la falta de plumas femeninas en las bitácoras científicas: Escribir aquí es fácil, simplemente se debe ser científico, tener una propuesta, y enviarla al equipo editorial. Me atrevería a decir cualquier científico/a al que le interese la divulgación puede hacerlo. Aquí no hay "techo de cristal" que valga de excusa, y sin embargo, ¿dónde están las mujeres científicas con ganas de divulgar? ¿Quién les impide hacerlo desde esta iniciativa?

Paralelamente, así acaba Virginia Woolf su ensayo, en el que reflexiona acerca de lo que necesitan las mujeres para convertirse en escritoras: según la desdichada autora, simplemente una habitación propia y 500 libras al año (de 1928, me pregunto cual sería su equivalencia en 2014 en Londres, sospecho que no menos de 50000): ¿Como podría alentaros a que entráseis de lleno en los negocios de la vida? Jóvenes mujeres, atendedme: en mi opinión sois desgraciadamente ignorantes. Nunca habéis hecho un descubrimiento importante. Nunca habéis destruido un Imperio ni liderado un ejército. Las obras de Shakespeare no os pertenecen. ¿Cual es vuestra excusa? Está muy bien que digáis apuntando a las calles y plazas y bosques del globo preñadas de habitantes blancos y negros y de color café, todos ocupados en el tráfico y los negocios y en hacer el amor, "hemos tenido otro trabajo. Sin nosotras, los mares no habrían sido navegados y toda la tierra fértil sería un desierto. Hemos llevado en nuestro seno, y alimentado, y lavado y enseñado, quizá hasta la edad de seis o siete años, a los mil millones seiscientos veintitresmil humanos que, según las estadísticas, existen hoy en día, lo cual, incluso con ayuda, toma su tiempo".
Hay verdad en lo que decís, no lo negaré. Pero al mismo tiempo, ¿puedo recordaros que ha habido al menos dos colleges para mujeres en Inglaterra desde 1866; que tras el año 1880 una mujer casada puede por ley estar en posesión de bienes propios; y que en 1919, ya desde hace nueve años, puede votar? ¿Puedo también recordaros que tenéis acceso a la mayoría de las profesiones desde hace casi una década? Cuando reflexionais acerca de estos inmensos privilegios y la cantidad de tiempo durante la que los habeis disfrutado, y sobre el hecho de que debe haber ahora mismo unas dos mil mujeres capaces de ganar 500 libras al año de una manera u otra, estaréis de acuerdo conmigo en que la excusa de la falta de oportunidades, educación, apoyo, tiempo libre y dinero ya no es válida.
 
Y así sigo, en Londres, y si bien no parece que me llegue a reconciliar con el país, encontrando pequeñas perlas por el camino, casualidades de las que me alimento, palabras, hojas verdes en los árboles, paisajes literarios que me empujan a seguir adelante.

*Este ensayo nace de una conferencia para las estudiantes del Girton College de la Universidad de Cambridge, primer college en Inglaterra en admitir mujeres internas, y al que pertenecía, curiosamente, mi ex-jefa.