lunes, 24 de octubre de 2011

Collage

Cada viernes, meto dos mudas en una mochila y escapo pronto de mis obligaciones en el campo de la mejora del mundo en el que vivimos camino a la estación de Barcelona-Sants. Paso bastantes horas en el tren (chiste, ¿no es éste el colmo de la nieta de un ferroviario*?), y estos viajes no dejan de proporcionarme interesantes aventuras. Por ejemplo, la semana pasada la pasajera de mi lado, tras una excursión a la cafetería para agenciarse la revista Paisajes desde el tren, extrajo una bolsa del mercadona de su mochila, conteniendo unas tijeras de punta redonda y mango amarillo y una libreta de gusanillo preñada de collages, y ni corta ni perezosa, empleó  las tres horas restantes de trayecto recortando primorosamente ahora un paisaje montañoso, ahora una pequeña luna (que le iban que ni pintados a un ciclista que salió de la bolsa de plástico), ahora una letra y otra, y otra (sí, como los asesinos en serie y los psicópatas de las pelis americanas). El hecho de que aquella señorita despeinada matase el tiempo con aquella actividad no me hubiese sorprendido si la semana anterior no hubiese yo hecho lo propio sacando de repente unas tijeritas de las uñas, un rollo de celo y unas fotos impresas de mi mochila. Vivimos en la mente de alguien perverso que se entretiene en marearnos con las casualidades, pensé. Pensé, además, que si mi compañera de viaje de entonces hubiese sido la mitad de paranoica que yo con respecto a las actividades poco comunes de los demás, hubiera pensado que yo era una persona con un trastorno psiquiátrico que le iba a sacar los ojos con las tijeras (sorprendente que el señor del control de seguridad no se percatase de su existencia, cuando en el cartel de entrada especifica muy claramente que está prohibido acarrear todo tipo de objetos punzantes), hasta que se apercibiera de que simplemente preparaba una tarjeta de felicitación de boda-mudanza a unos amigos recién casados y casi mudados (cogiendo, dicho sea de paso, un colocón de la muerte intentando atinar con el celo a pesar del traqueteo del Talgo). Porque, pensé, la pasajera de mi lado no parecía tener un motivo tan lógico para recortar y pegar: más bien, sospeché, algo no le funcionaba del todo en la azotea. Me convencieron de ello el volumen de la libreta, los recortables que asomaban de la bolsa de plástico y la parsimonia un tanto alucinada con que escogía nuevos trozos que recortar. 
O quizá, pensé, aquella muchacha pensaba que nuestras vidas no son más que un collage irregular del que comprenderemos el significado cuando encontremos todas las piezas, y estaba empeñada en buscar las que aún le faltaban, para darle una forma lógica, un porqué entre pegotones de distintos colores y formas. Aquella chica quizá llevase en la bolsa de mercadona la historia entera de su vida contada a través de reflejos impresos e imperfectos de sus recuerdos, y quizá crea que un día aparecerá la pieza perfecta que unirá todo el conjunto. Lo triste es que entonces ya no necesitará buscar más, y se sentará en la penumbra a hojear su retrato mientras espera la muerte.
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*Parentesco que me ha proporcionado otro minuto de gloria, a los que mi yo megalómano es tan aficionado...además de ser una de las pocas características comunes que poseo con mi other half.