sábado, 11 de febrero de 2017

Las mujeres que no querían ser jefas

Nací en 1980. Nunca pensé en que por ser mujer tuviera que ser distinto para mí que para un hombre, que tuviera menos oportunidades, o no pudiese hacer lo que me proponía, por mucho que mis padres se empeñaran en recordarme día sí y día también que una niña no hace eso, que es eso es de niños, que una niña no hace aquello, que no es de señoritas.
Cuando yo nací, ya había muchas mujeres en la Universidad. En aquella época, empezaba a doctorarse una de las que ahora es compañera de trabajo, y hace quince años una de las mejores profesoras que tuve en la carrera. El otro día me contó una historia preciosa. Ella era la única mujer haciendo la tesis, todos sus compañeros eran hombres. Un día, cuando llegó el ansiado microscopio con cámara, uno de sus compañeros le espetó: “X, ¿qué te parece si, ya que tú sabes mecanografiar, me pasas a máquina los listados de estudiantes, y a cambio me dejas a mí hacer las fotos con el microscopio? Te daré las que necesites, claro.” Ella declinó amablemente tan amable propuesta.
Supongo que las cosas ya no son así.
Cuando entré en la Universidad, en 1998, era ya normal que las mujeres estudiaran. Incluso las mujeres de familias trabajadoras, como la mía, en la que ni mi madre, ni por supuesto mi abuela, pudieron estudiar, ni siquiera la primaria. Yo llevo en ciencia más de trece de mis casi 37 años, y he sido pocas veces consciente de un trato machista hacia mi persona. Como mucho, algún personaje de cuyo nombre no quiero acordarme dijo alguna vez “Mmmm, huele a becaria” cuando mi compañera y yo entrábamos por la puerta; un reputado doctor se dirigió a una compañera preguntándole, en mis narices de señora de 32 “¿Quién es esta niña?”; alguna vez algún señor se ha dirigido a mí en una charla comentando “Oh, you’re young and beautiful”. Nada grave. Nada que me haya hecho plantearme, ni por un momento, que por ser mujer no tenía derecho a estar ahí.
He trabajado con muchas mujeres de mi edad, más jóvenes y algo más mayores. Ninguna de ellas, que yo sepa, tuvo problemas para estudiar ciencias. Claro que en mi campo somos mayoría: en Biología, alrededor de un 60% de los estudiantes son mujeres; en Medicina, sobre un 80%. Es normal, ya saben que a las mujeres lo que nos gusta son las carreras orientadas a las personas y los animalitos.
Y sin embargo, muchas de ellas no querían ser jefas. Algunas no se veían con capacidad. Otras no estaban dispuestas a sacrificar su vida personal (familiar) por un puesto de responsabilidad. Otras, simplemente decían no y preferían no hablar de ello.

martes, 10 de enero de 2017

El milagro de la relatividad del tiempo

Aquella noche, él le pidió que se acordara de cuando murió Alberto. De cuán injusto les pareció que sólo hubiera vivido un par de años, de cómo buscaron por todas partes la razón de aquella aparente sinrazón, porque ellos creían firmemente en la lógica y en los quarks, y en la belleza de la proporción áurea y del número π por encima de todo. Fue entonces cuando descubrieron que el tiempo de los mamíferos no se mide por algo tan planetario como el movimiento de traslación de la tierra dividido en 365 ciclos de rotación divididos por la culpa sexagesimal babilónica en veinticuatro fracciones de sesenta otras fracciones de sesenta otras fracciones (llegándose sólo más tarde a las fracciones decimales que de las clepsidras no se podrían haber aprehendido). No, el tiempo de los mamíferos se mide por ese tic, tac rítmico que nos acompaña desde que los cardiomiocitos comienzan a desempeñar su función: porque la frecuencia cardiaca y el tamaño del cuerpo (del cual el corazón supone invariablemente un 0.6%) se relacionan inversamente según la ecuación que reza que la duración del ciclo cardiaco es igual a 0.249xM0.25 (siendo M el peso del mamífero en cuestión, en Kg), y además, la esperanza de vida (para animales en cautividad que no están expuestos a los predadores, se entiende) corresponde a 11.8xM0.20; es más, si dividimos la segunda expresión por la primera, obtenemos un valor aproximado de mil quinientos millones de latidos a lo largo de cada vida. Le recordó que aplicaron la segunda fórmula a sí mismos, y descubrieron que los humanos son la excepción que confirma la regla, dado que un mamífero de tamaño similar viviría con suerte tres décadas, y ellos estaban rodeados de gente que sobrepasaba con mucho esa edad. Pero Alberto era un ratón: su corazón latía, de media, 500 veces por minuto cuando descansaba; hasta 8oo cuando corría en su rueda. Comprendieron maravillados que en realidad Alberto, al compás de su pequeño corazón, había vivido mucho más deprisa que ellos, condensando su tiempo en la aparente estabilidad de días inexactos marcados por amaneceres y ocasos. Aquella noche, él la abrazaba con mucha más fuerza que de costumbre, y la intentaba convencer de que quizá él hubiese nacido con un corazón equivocado, que no sabía que los humanos son la excepción a la regla, o con un corazón que quería a su vez ser la excepción de la excepción y cumplir a rajatabla con las ecuaciones: un corazón acelerado que, como quiera que fuese, le susurraba al oído, le había proporcionado, durante aquellas tres décadas, el tiempo suficiente para conocer de memoria cada uno de los cabellos de ella, para aprender a contar sus días no por rotaciones terrestres, sino por cada vez que sus corazones habían latido en armonía.

La enfermera, no obstante, irrumpiría con el cóctel de medicamentos de las 7 como cada mañana, ajena al milagro de la relatividad del tiempo.