jueves, 31 de marzo de 2011

El minuto de gloria

Cualquiera que se haya tomado alguna vez en la vida un café en un bar conmigo sabe que tengo una manía que puede llegar a sacar de quicio: en cuanto me siento, saco una servilleta del servilletero, de esas que cuando estás comiendo bravas te extienden el allioli por las manos en lugar de limpiarlo, y hago una pajarita de papel. Creo que llevo haciendo pajaritas desde que empecé a tomar café, a los 14 años, en aquel bar de al lado del instituto cuyo nombre, tras hurgar 20 segundos en la memoria, me llega enseguida, el Savoy. 
Por eso cuando, después del terremoto de Japón, me enteré de la historia de las mil grullas, tuve que aprender a hacerlas. Es la evolución de la pajarita. Y a raíz de ellas, hoy, que no mañana, tengo mi minuto de gloria. Soy el relato del día en la primera página de Tansports Metropolitans de Barcelona. Cuando alguien pinche mañana, mi nombre (y por cierto, aún no he cambiado de sexo por mucho que me hayan confundido el tratamiento, tras Dr Karmen ya no me esperaba algo así) ya no estará en la primera página, pero seguirá aquí, imagino que al menos hasta el 14 de abril. Dicen que todo el mundo debería plantar un hijo, escribir un árbol y tener un libro antes de morir. Yo, de momento, me tengo que conformar con el origami. 


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PS. Detalles no relevantes. 

domingo, 27 de marzo de 2011

Horario de verano (anteriormente conocido como BST)

Apenas ha llovido. Por supuesto, no ha nevado. Me he sentido suspendida y apátrida: tras dos años sin verano, el invierno no llegó, y de repente la primavera asoma la cabeza. Pero ya está bien: aunque de la tristeza me queden un par de radículas, que no consigo arrancar por más que me empeñe, encuentro maneras de podar los brotes rebeldes en cuanto asoman y cuando sonrío ya no se me encaja la mandíbula. Los días pasan mucho más rápido. O simplemente soy más vieja*.
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*Una de las explicaciones a este fenómeno, según el recoge el neurólogo holandés Douwe Draaisma en su libro Why Life Speeds Up As You Get Older, se basa en el hecho de que, conforme envejecemos, conocemos bastante bien casi todo lo que encontramos a nuestro alrededor, de manera que no prestamos atención, modulada por la novedad, para aprender cosas nuevas que nos ayuden en la lucha por la supervivencia. La sensación al final del día es que todo va más rápido que cuando éramos niños, y todo nos sorprendía, y de todo aprendíamos, y todo lo recordábamos. Olvidamos los detalles: el manchurrón de aceite de coche que dibuja un arco iris en la acera ya no es un descubrimiento asombroso; el sabor del café es el mismo que el de ayer: lo tragamos sólo porque necesitamos la dosis de cafeína para despertar y mantenernos erguidos frente al ordenador y llevar a cabo nuestro trabajo a base de cerebelo, eficiente controlador de bucle cerrado gracias a las neuronas de Purkinje; no devolvemos la mirada al ojo amarillo de los S. tenerrimus (ya no son daffodils) que nos observan desde las grietas grises; la luna ya no tiene cara. Pasamos de largo de todas estas insignificancias, no recordaremos qué nos ha pasado hoy porque es exactamente lo mismo que nos pasó ayer y anteayer, y que nos pasará mañana. Parece que el tiempo se acelera, que no hemos hecho nada hoy porque no nos ha dado tiempo. No recordamos, vivimos menos. 
(Por eso estoy siguiendo una terapia de desaceleración, que me lleva a pasar la tarde entre cacerolas, consiguiendo un repertorio respetable de ama de casa: sopa de lentejas, albóndigas con salsa de tomate, arròs caldós,  fabada, potaje de garbanzos, spaghetti aglio e oliorisotto, guisantes con jamón, crema de calabaza, de calabacín, de espinacas. Qué poco necesitaba para cocinar como una abuela; sólo paciencia, cortar el ajo y la cebolla del tamaño adecuado, ajustar por primera vez en mi vida el punto de sal, porque ahora descubro que, mal que le pese a mi cerebro y a su maldita percepción cambiante del tiempo, tiempo me sobra para probar el caldo, rectificar, volver a probar, rectificar).

miércoles, 23 de marzo de 2011

El alma de las ciudades

Sin que siente precedente: Barcelona me gusta.


Podría vivir aquí, porque la lombriz metálica asoma por el túnel al ritmo que marca la cuenta atrás del reloj con precisión europea mientras los atribulados trabajadores se agolpan con maneras mediterráneas en el andén. Porque los domingos, los abuelos madrugadores comparten el metro a primera hora con los jóvenes y no jóvenes que vuelven de fiesta, y mean en las papeleras de la estación, y se desayunan una caña y el penúltimo pitillo. Porque el fresco de la mañana hace que el aire se nos cuele transparente por las narinas, y sin embargo ante nuestros ojos la contaminación despliega una densa capa lechosa que filtra los rayos de sol. Porque las zapatillas cuelgan de los cables entre las fachadas, las paredes combaten la resaca con carteles que llaman a la felicidad; en la estación de Passeig de Gràcia el saxofonista nos ofrece piruletas por unas monedas y nos recuerda, en cambio, que la felicidad no existe, pero quizá sí los momentos felices. Porque algunas calles huelen a basura, y a tubo de escape, o a primavera, a pan recién hecho, a calamares a la romana, a mierda de gaviota y a salitre, a dulces marroquíes, a porro y a croissant a la vez, a cemento, a recién pintado, a incienso, a jazmín, a butifarra. Porque en algunas de estas calles los niños aún juegan al fútbol (¡incluso al cricket!), y son de todos los colores, como los adultos que chocan por las aceras, que se abarrotan en la lombriz metálica, que toman café desde el balcón para relajarse observando las olas que lamen la playa de la Barceloneta: han llegado de todas partes del mundo, y pasarán por delante de Sagrada Família comentando la filigrana y los andamios o volverán en masa de la iglesia del Raval que oficia la misa en su idioma o se apretarán unos contra otros en un bar de ambiente o les robarán la cartera en la Rambla, u otearán las luces de la ciudad desde Montjuïc. Y podrán cenar pulpo marinado en wasabi, o pernil a la catalana, o arancini, o comida sin bestias o un simple kebab. Y las senyeras cuelgan de los balcones, en algunas calles hay tenderetes y voluntariosos ciudadanos organizando una consulta independentista, en la plaza de la Catedral se bailan sardanas, y con la cantidad de músicos, artistas, científicos y modernos por metro cuadrado que reúne la ciudad, se respira la intelectualidad con gafas de pasta hasta cuando algunas abuelas piden un kilo de patatas en el Mercat de Sant Antoni, con aire de licenciadas en Humanidades. Y mientras, en algunos bares sobrevive la España profunda, de sesentones andaluces cantando cuplés vestidos de flamenca, de gitanos con bisoñé, cadenas de oro al cuello y camisa con chorreras, de deficientes mentales, jubilados de carajillo y ducados, borrachos, emigrantes e inmigrantes, alegre la tristeza y triste el vino, y Carmen observa, sonríe, da un sorbo a la cerveza (una media, aquí no saben lo que es un tercio) y se dice que en estos contrastes reside el alma de las ciudades.

martes, 15 de marzo de 2011

Mensaje del Hombre Feliz

Me quedo sin palabras cuando escucho las noticias por la mañana y a las cifra escalofriantes de muertos y desaparecidos, sigue la cantinela, últimamente repetida hasta la saciedad, de otras cifras, las del Nikkei, las de millones que el gobierno nipón ha inyectado "para tranquilizar a los mercados", esos entes que quizá estén nerviosos porque acaban de perder unos cuantos miles de súbditos, de entre los más industriosos de la tierra. Los mercados, esos entes que no dan una tregua a la tragedia humana.

Como me quedo sin palabras, hago mías las del Hombre Feliz, que nada tienen que ver con los mercados y todo con el orgullo de su pueblo:
  
For all the people who live in Japan, whether they are Japanese or not, whether they are affected directly or indirectly, it is a challenged time. I believe they will prevail over this crisis as they have done many times in history. It is heart-breaking to watch as personal stories are being unraveled. My hearts are with those who have experienced great loss. The world is watching you, Japan. Hang on!


Recuerdo cómo Yoshi me explicaba, cuando se nos hacía tarde, siempre los últimos trabajando en yellow walls, y yo le insistía en que teníamos que ir a casa porque ya estaba bien por hoy, porque no tenía sentido trabajar tanto, que un japonés jamás le diría eso a otro: le diría algo así como ganbare, adelante.

lunes, 7 de marzo de 2011

Paciencia (II)

Bip. Bip. Bip. Cada 3 segundos. Desde hace casi dos horas. Por megafonía. Intento distraerme. Subiendo a todo trapo a la Velvet Underground, que le va que ni al pelo, pero por supuesto necesitaría un poco de LSD y no un zumo de piña. Me pregunto si al resto de los pasajeros del Alaris 1202 con destino Barcelona Sants el Bip le está volviendo loco. Miro alrededor. La gente está dormida. La peliculita de marras de dinosaurios de cartón piedra lo merece. El que se sienta delante de mí rebusca en el portaequipajes y observa por un momento cómo garrapateo sobre el billete. Terapia. En la estación deberían vender vendas para sujetar las bocas de los durmientes en el tren. Decía Sabina Bip que se dedicó a escribir poesía porque nunca consiguió escribir más de dos folios sobre un tema. Me recordó a mí a los dieciséis, cuando aún no sabía que a los treinta iba a ser científica y luchaba contra el bolígrafo que se desinflaba cuando mis relatos llegaban a esa frontera invisible. Pero de ellos hablaré otro día, quizá incluso los busque y los cuelgue en el blog para que salgan del cajón donde quiera que estén. Me recuerda que elegí el bachillerato de ciencias por puro pragmatismo: más salidas laborales. Hay que ser inteligente para, con esa idea, elegir la carrera de biología. Siempre elijo mi camino con un pragmatismo más que erróneo. Bip. He crecido bastante desde entonces. He desarrollado la virtud de la paciencia hasta unos límites que nunca creí posibles. La paciencia me rezuma por los poros y soy capaz de estar aquí sentada sufriendo el bip, pensando sobre las decisiones de mi vida sin tener ganas de matar y sin removerme furiosamente sobre mi asiento cagándome en todo lo vivo entre dientes. Mi other half dice que las personas no cambian, y es posible que en esencia así sea, pero al mismo tiempo, también es cierto que el río que ves pasar nunca es el mismo, aunque la maravilla de los enlaces por puentes de hidrógeno sea siempre idéntica; es bien cierto que las dendritas y sus espinas no dejan de remodelarse, aunque la secuencia de AGCT sea siempre la misma, y que mis RhoGTPasas están haciendo un gran trabajo últimamente. Paciencia. O quizá sólo resignación. O quizá es que en lugar de con el mundo, me enfado conmigo misma, y prefiero echarme la bronca en privado. Pero lo intento, de verdad, lo intento, quizá no esté bien, pero al menos intentaré estar. La paciencia tiene su recompensa. A la voz de pròxima estació, Barcelona Sants casi todos se levantan con prisas, recogen sus maletas del portaequipajes, se ponen los abrigos dándose codazos unos a otros, se apiñan en el pasillo. No me creo que no sepan que el tren va a tardar aún unos 7 minutos en pararse, 7 minutos que yo ocupo sentada cómodamente, observando el esmalte rojo hortera y desconchado de las uñas de la pasajera que se apoya en el respaldo ante mí, con el modo random de mi ipod siempre eligiendo la canción adecuada. Paciencia. Quizá sea que últimamente como mucho ajo, que es tan bueno para la circulación. Pero de eso hablaremos otro día.  

miércoles, 2 de marzo de 2011

Vender la moto

Acabo de tener  una revelación: voy a morir en un accidente doméstico. El bulto negro del dorso de mi mano izquierda, fruto de un desafortunado movimiento contra el espejo del baño, es la prueba. Ayer estuve a punto de romperme el dedo gordo del pie izquierdo contra la cama, hace unas semanas protagonicé la típica escena cómica, esta vez en el trabajo, al estamparme de lleno contra el cristal que separa el pasillo del hall y clavarme las gafas. La huella de mi nariz aplastada quedó allí durante quince días. Por unas horas, el puente de mi nariz fue totalmente negro, luego se transformó en azul, ahora sólo queda un pequeño bulto...me temo que me hice una fisura. 
La muerte me trae a la memoria a Aubrey de Grey, que compartía las tardes de jazz con nosotros en el Cricketers, al final de Eden street. Nunca supimos quien era mientras vivimos en Cambridge, ni su tampoco mujer. Los apodábamos los fans número uno y a pesar del desaliño indigente siempre sospechamos que eran científicos locos: la señora desdentada esnifando rapé que extraía de un tubo eppendorf y el druida alucinado con calcetines de Asterix; siempre cogidos de la mano, pinta tras pinta, tarareando con deleite. Y de repente un día, en un programa aleatorio de la 2, allí estaban ellos. Si tenéis paciencia, podéis disfrutar de un programa similar aquí...yo no la he tenido más allá de la escena en la que Aubrey se sienta con su pinta de Abbot a explicar ceceando sus teorías en la misma mesa  en que yo más de una vez me comí un fish & chips (y Watson, y Crick), y aguanté hasta ahí por una extraña nostalgia de aquellos lugares que tantas veces percibí como fríos y hostiles pero que, con mi optimismo retroactivo, recuerdo ahora con una especie de cariño triste. Por abreviar el cuento, este hombre que se vende como gerontólogo, o biólogo o visionario, era el IT del departamento de Genética, donde conoció a su mujer (veinte años mayor). Tanto rapé y tanta ale les debe haber sentado mal a los dos. Postulan que podemos vivir para siempre, que el morir no es más que una enfermedad curable. Descorazonada, me doy cuenta de que las investigaciones de de Grey y de su Fundación no tienen a mis ojos un ápice más ni menos de credibilidad que la de muchos científicos serios que tengo cerca. Al final, tristemente, sólo se trata de vender la moto.

Por uno de esos raros azares, tengo un club de música en directo al final de mi calle en Barcelona, de ambiente muchísimo menos sórdido, y los domingos en lugar de escuchar a The Andy Bowie Quartet, Brigitte nos canta "Video killed the radio star" y Takeshi "Like a Rolling Stone", mientras el clon del recluta patoso vigila a la concurrencia.