miércoles, 23 de marzo de 2011

El alma de las ciudades

Sin que siente precedente: Barcelona me gusta.


Podría vivir aquí, porque la lombriz metálica asoma por el túnel al ritmo que marca la cuenta atrás del reloj con precisión europea mientras los atribulados trabajadores se agolpan con maneras mediterráneas en el andén. Porque los domingos, los abuelos madrugadores comparten el metro a primera hora con los jóvenes y no jóvenes que vuelven de fiesta, y mean en las papeleras de la estación, y se desayunan una caña y el penúltimo pitillo. Porque el fresco de la mañana hace que el aire se nos cuele transparente por las narinas, y sin embargo ante nuestros ojos la contaminación despliega una densa capa lechosa que filtra los rayos de sol. Porque las zapatillas cuelgan de los cables entre las fachadas, las paredes combaten la resaca con carteles que llaman a la felicidad; en la estación de Passeig de Gràcia el saxofonista nos ofrece piruletas por unas monedas y nos recuerda, en cambio, que la felicidad no existe, pero quizá sí los momentos felices. Porque algunas calles huelen a basura, y a tubo de escape, o a primavera, a pan recién hecho, a calamares a la romana, a mierda de gaviota y a salitre, a dulces marroquíes, a porro y a croissant a la vez, a cemento, a recién pintado, a incienso, a jazmín, a butifarra. Porque en algunas de estas calles los niños aún juegan al fútbol (¡incluso al cricket!), y son de todos los colores, como los adultos que chocan por las aceras, que se abarrotan en la lombriz metálica, que toman café desde el balcón para relajarse observando las olas que lamen la playa de la Barceloneta: han llegado de todas partes del mundo, y pasarán por delante de Sagrada Família comentando la filigrana y los andamios o volverán en masa de la iglesia del Raval que oficia la misa en su idioma o se apretarán unos contra otros en un bar de ambiente o les robarán la cartera en la Rambla, u otearán las luces de la ciudad desde Montjuïc. Y podrán cenar pulpo marinado en wasabi, o pernil a la catalana, o arancini, o comida sin bestias o un simple kebab. Y las senyeras cuelgan de los balcones, en algunas calles hay tenderetes y voluntariosos ciudadanos organizando una consulta independentista, en la plaza de la Catedral se bailan sardanas, y con la cantidad de músicos, artistas, científicos y modernos por metro cuadrado que reúne la ciudad, se respira la intelectualidad con gafas de pasta hasta cuando algunas abuelas piden un kilo de patatas en el Mercat de Sant Antoni, con aire de licenciadas en Humanidades. Y mientras, en algunos bares sobrevive la España profunda, de sesentones andaluces cantando cuplés vestidos de flamenca, de gitanos con bisoñé, cadenas de oro al cuello y camisa con chorreras, de deficientes mentales, jubilados de carajillo y ducados, borrachos, emigrantes e inmigrantes, alegre la tristeza y triste el vino, y Carmen observa, sonríe, da un sorbo a la cerveza (una media, aquí no saben lo que es un tercio) y se dice que en estos contrastes reside el alma de las ciudades.

1 comentario:

  1. Las ciudades que nos hacen vivir, sobrevivir, malvivir o morir. Me apunto. Y de algún modo te copio o te complemento; lo comparto y te cuento; escribo otra página...

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