domingo, 27 de marzo de 2011

Horario de verano (anteriormente conocido como BST)

Apenas ha llovido. Por supuesto, no ha nevado. Me he sentido suspendida y apátrida: tras dos años sin verano, el invierno no llegó, y de repente la primavera asoma la cabeza. Pero ya está bien: aunque de la tristeza me queden un par de radículas, que no consigo arrancar por más que me empeñe, encuentro maneras de podar los brotes rebeldes en cuanto asoman y cuando sonrío ya no se me encaja la mandíbula. Los días pasan mucho más rápido. O simplemente soy más vieja*.
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*Una de las explicaciones a este fenómeno, según el recoge el neurólogo holandés Douwe Draaisma en su libro Why Life Speeds Up As You Get Older, se basa en el hecho de que, conforme envejecemos, conocemos bastante bien casi todo lo que encontramos a nuestro alrededor, de manera que no prestamos atención, modulada por la novedad, para aprender cosas nuevas que nos ayuden en la lucha por la supervivencia. La sensación al final del día es que todo va más rápido que cuando éramos niños, y todo nos sorprendía, y de todo aprendíamos, y todo lo recordábamos. Olvidamos los detalles: el manchurrón de aceite de coche que dibuja un arco iris en la acera ya no es un descubrimiento asombroso; el sabor del café es el mismo que el de ayer: lo tragamos sólo porque necesitamos la dosis de cafeína para despertar y mantenernos erguidos frente al ordenador y llevar a cabo nuestro trabajo a base de cerebelo, eficiente controlador de bucle cerrado gracias a las neuronas de Purkinje; no devolvemos la mirada al ojo amarillo de los S. tenerrimus (ya no son daffodils) que nos observan desde las grietas grises; la luna ya no tiene cara. Pasamos de largo de todas estas insignificancias, no recordaremos qué nos ha pasado hoy porque es exactamente lo mismo que nos pasó ayer y anteayer, y que nos pasará mañana. Parece que el tiempo se acelera, que no hemos hecho nada hoy porque no nos ha dado tiempo. No recordamos, vivimos menos. 
(Por eso estoy siguiendo una terapia de desaceleración, que me lleva a pasar la tarde entre cacerolas, consiguiendo un repertorio respetable de ama de casa: sopa de lentejas, albóndigas con salsa de tomate, arròs caldós,  fabada, potaje de garbanzos, spaghetti aglio e oliorisotto, guisantes con jamón, crema de calabaza, de calabacín, de espinacas. Qué poco necesitaba para cocinar como una abuela; sólo paciencia, cortar el ajo y la cebolla del tamaño adecuado, ajustar por primera vez en mi vida el punto de sal, porque ahora descubro que, mal que le pese a mi cerebro y a su maldita percepción cambiante del tiempo, tiempo me sobra para probar el caldo, rectificar, volver a probar, rectificar).

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