miércoles, 11 de mayo de 2011

San Francisco (II)

Acabemos (a falta del material gráfico que quizá me preste mi half) con San Francisco, la ciudad que inspiró The Walking Dead, como comentábamos anteriormente. De ser fotógrafa, hubiera pedido a cada mendigo que posara para mí al pie de cada rascacielos, o de cada Starbucks, y hubiera creado un retrato fiel y desesperado de nuestra sociedad. Pero como fotógrafa soy pésima, y como persona me atemorizan demasiado las situaciones y las personas desconocidas, así que me limité a deambular y observar llenándome el estómago de vacío. Y descubrí que los rascacielos no sólo conviven con los mendigos. Conviven con las palabras de Dolores Ibárruri, lo creáis o no, grabadas en un monumento a las Brigadas Internacionales junto al Financial District, y con las palabras de Martin Luther King, que me entretuve en copiar:
Estos son tiempos revolucionarios. En toda la tierra, los hombres se revuelven contra los viejos sistemas de explotación y opresión, y fuera del mundo corrupto, nuevos sistemas de justicia e igualdad están naciendo. Los descamisados y los descalzos de la Tierra se levantan como nunca antes. Tengo la audacia de creer que la gente de todas partes podrá tener 3 comidas al día, y educación, y cultura, dignidad e igualdad, y libertad. Creo que los hombres preocupados por sí mismos se están convirtiendo en hombres preocupados por los demás. Un individuo no empieza a vivir hasta que no se levanta sobre los estrechos confines de sus preocupaciones y se da cuenta de los problemas de la humanidad. Debemos cambiar ya de una sociedad orientada a las cosas a una sociedad orientada a las personas. Cuando las máquinas y las computadoras, y los derechos de propiedad, y los beneficios bancarios, se consideran más importantes que las personas, los gigantes del racismo, el materialismo y el militarismo no pueden ser vencidos. A través de nuestro ingenio científico hemos convertido el mundo en un vecindario. Ahora debemos convertirlo en una hermandad. Porque si no somos capaces de aprender a vivir juntos como hermanos, pereceremos juntos como idiotas. No hay nada más grande en el mundo que la libertad. Vale la pena pagar por ella, ser encarcelado por ella. Preferiría vivir en la pobreza más abyecta con mis convicciones intactas a vivir en la más desordenada riqueza habiendo perdido el respeto por mí mismo. Rechazo aceptar la cínica noción de que nación tras nación debe caer en una espiral militar al infierno termonuclear. Creo que la verdad desarmada y el amor incondicional tendrán la palabra final. Es por eso que la derrota temporal de la justicia es más fuerte que la victoria temporal del mal. Durante años los hombres han hablado de guerra y de paz, pero ahora ya no pueden hablar sólo de eso. La elección es entre la no-violencia o la no-existencia. La medida del hombre no la da donde se coloca en tiempos de comodidad, sino en donde los hace en tiempos de reto. Cuando nos llame la libertad, debemos dejarla llamar a cada pueblo, a cada aldea, y seremos capaces de acelerar la llegada del día en que todos los hijos de dios, negros y blancos, judíos y gentiles, protestantes y católicos, cantaremos juntos el viejo espiritual negro: ¡Finalmente libres!
Palabras grandes, palabras ingenuas, palabras traicionadas, palabras que nos golpean con la conciencia de que cincuenta años después, todo sigue igual, nada más que palabras diseminadas por toda la ciudad, a la que se puede definir de muchas maneras, pero cuyo epíteto más adecuado, desde mi punto de vista, es decadente. Grandes esperanzas de revolución personal, sexual, social, de las que sólo quedan en los colorines de las fachadas de Haight-Ashbury y en el fondo de las pupilas de los zombis-hippie que todavía cantan en las colinas del Golden Gate Park. Y en mi interior la náusea que acompaña a toda persona que se empeña en intentar ver la belleza de la vida incluso en su fealdad, pero que ve como sus ganas de rebelión van sustituyéndose, poco a poco, por la conciencia de que la rebelión no sirve de nada.


Por enjuagarme la boca de tanta reflexión inútil, y dar aun más evidencias de mi rendición, diré que al menos en San Francisco he comido el mejor sushi de mi vida.


Claro que volver a Londres ya fue un poco como volver a casa, a beber cerveza y pedir pakistaní (o indio, porque muchos take away no lo dejan nada claro) como en los viejos tiempos, con Adán y Eva y el pequeño y querido Serpiente. Paseando por Camden se me ocurría que quizá las cosas hubiesen sido distintas de haber aterrizado en Londres y no en Cambridge, pero nunca debo perder de vista que el mundo sólo es mundo a través de los ojos que lo miran.

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