miércoles, 2 de noviembre de 2011

Un matemático indio en Cambridge

Hace un año que empecé a trabajar en Barcelona, tres años y cinco días que me ofrecieron un puesto de trabajo en Cambridge. Celebro la efeméride con la edificante historia de Srinivasa Ramanujan*, una de esos perlas con que se nos obsequia de vez en cuando. 
Ramanujan suspendió hasta tres veces los exámenes de acceso a la Universidad, debido, según dicen, a su falta de manejo con el inglés y a su negativa por motivos religiosos de realizar las disecciones de rigor para las prácticas de fisiología. Se colocó de contable, con un sueldo de 20 libras al año, pero, obsesionado con los números, sobre todo los primos y los irracionales como π, pasaba la vida rellenando cientos de cuadernos con fórmulas matemáticas que le dictaba la diosa Namagiri en sueños, con notación propia y casi indescifrable para un matemático formal. Hasta que un buen día, hace 100 años, se le ocurrió embutir buena parte de sus pasatiempos en un sobre y mandarlos a la sede del Imperio. Varios matemáticos recibieron semejante despropósito y lo ignoraron, pero un señor de Cambridge, GH Hardy, que no en vano había declarado una guerra abierta a Dios, se dio cuenta de que aquella no era la obra de un loco, sino de un genio. Movió los hilos necesarios, y allá por el año 14, el bueno de Ramanujan dejaba atrás familia, esposa y curry, y desembarcaba en Albión, más concretamente en el Trinity College. No me interesa aquí desglosar sus logros matemáticos (unos 4000 ecuaciones y fórmulas, algunas que ya se habían descubierto pero que él no conocía, como la función z de Riemann; muchas otras originales), sobre todo porque son insondables para mi corto entendimiento: dejémoslo en que este indio pobre y sin formación fue el primero de su nacionalidad (futura, claro) en ser aceptado como miembro de la Royal Society. Me interesa sobre todo, aparte de por el valor fantástico de su biografía, y la pena de no poder estudiar qué ocurría en su cerebro cuando soñaba, dejar constancia de que una estancia por aquellas tierras supuso para alguien un calvario mucho mayor que para la que suscribe. Desde el principio, Ramanujan, que era un vegetariano estricto, encontraba incomibles los manjares que se le ofrecían (vamos, me imagino la dieta: patatas y guisantes hervidos. Faltaba mucho para la inauguración del Gandhi de Regent St, al que tantas veces pedimos take away). Sus pies nunca se acostumbraron a los zapatos ingleses, como jamás lo hizo su cuerpo al frío insoportable. Desarrolló tuberculosis e infecciones intestinales, y tras 2 años en Cambridge, pasó uno entero ingresado en un hospital a las afueras de Londres. Se cuenta que un día Hardy fue a visitarlo, y por animarlo le comentó que el número del taxi que le había llevado, 1729, no tenía nada de especial. Ramanujan le contradijo enseguida, haciéndole notar que aquel era el número más pequeño que podía ser expresado como la suma de dos cubos. Al poco tiempo, regresó a Madrás para morir, a los 32 años de edad. 
Quien sabe si le valió la pena aquella aventura que le costó la vida y al mismo tiempo le dio la inmortalidad enciclopédica. Quien sabe si no hubiese preferido haber llegado a viejo mientras Namagiri le seguía dictando fórmulas en sueños. Al que sí le valió la pena fue a Hardy, quien al envejecer se consolaba recordando el único episodio romántico de su vida, siempre contando como su mayor logro el haber podido trabajar con Ramanujan (y con Littlewood, pero esa es otra historia) casi de igual a igual.

Y sin más se despide quien escribe hasta la siguiente entrega de Pequeñas historias, que llegará puntualmente en la jornada de reflexión y desvelará un interesante punto en común entre un compositor ruso y un matemático inglés...
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*Fuente: Cambridge Scientific Minds, Harman & Mitton Ed. Cambridge University Press. O sea, uno de los libros que vinieron en una caja de botas y que aún no había tenido moral de leer...

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