domingo, 1 de junio de 2014

El propietario del tercer banco de Exhibition Rd

En Tavistock Sq (pasando por Grafton Way desde Fitzroy Sq -número 29, una placa recuerda que vivió G.B. Shaw, y más tarde V. Stephen (later Woolf)-, donde una estatua del antecesor de Simón Bolívar, Francisco de Miranda, observa desde una esquina como un puñado de disidentes del maduro regimen bolivariano [tan de moda estos días] ataviados con gorras rojas, azules y amarillas, y banderas rojas, azules y amarillas, se enfrentan a un par de pacientes bobbies de negro con chalecos reflectantes, no llego a entender muy bien si intentando que les ayude a entrar a saco en la embajada de Venezuela [pienso: si los bobbies fuesen mossos, lo llevaban crudo los patriotas venezolanos], que se encuentra por supuesto en la calle donde hace dos siglos el antisistema pre-bolivariano tramaba contra el régimen imperialista español, pero estoy perdiendo el hilo) una mujer con una horrible melena rubio ceniza y gafotas y un carro de la compra y un paraguas (sí, de ésas de las que no puedes evitar pensar, menuda friki) se ha quedado traspuesta delante de una estatua de Gandhi rodeada de flores mustias (sospecho que nadie le dijo que en la India corre el rumor de que este otro libertador dormía cada noche con una virgen para poner a prueba su propia virtud), con las manos ligeramente separadas de la cadera, vueltas las palmas hacia arriba, en actitud de reverente oración. Tras esta meditación profunda, se aleja arrastrando los pies bajo una falda negra por los tobillos, casi idéntica a la que lleva esta chica indonesia que camina delante de mí, pañuelo negro en la cabeza, sotana negra hasta los pies bajo la que se entrevén unos vaqueros y unas zapatillas de esas que cosen los niños en su país, con las suelas fucsias, casi del mismo tono que la melena de ese británico barbudo y obeso que se sienta con su mujer obesa a sorber una coca-cola en un banco de Exhibition Rd. Y es así, siguiendo estas piezas que encajan a la perfección, que llegamos al banco donde cada mañana desde que llegué (y sospecho que desde hace mucho más tiempo) vive un hombre que viste de negro.

A la hora en que me dirijo a mis ocupaciones habituales, no suele estar despierto; sentado en el banco, protegido (es un decir) por un paraguas fijado sobre un carro de la compra lleno de bolsas, la capucha con pelos de su abrigo negro sobre la cara. A veces, a su lado hay un café, otras una naranja, aun otras un meal deal completo. Una vez coincidí con una de sus benefactoras, a quien se le ocurrió tocar el brazo del hombre para avisarle de que le dejaba a su lado un café: el hombre apenas levantó la cabeza, lo suficiente como para que se atisbasen unos pelos blancos saliendo de la capucha, en un gesto como de querer decir: no ves que estoy durmiendo, joder. Y tenía razón: será homeless, pero eso no significa que tenga que saltar de alegría porque alguien lo despierte con un café que no ha pedido. Hace una semana, el primer día de primavera, le vi la cara por primera vez: con puntualidad británica salió de su letargo invernal, quitándose la capucha y desperezándose al lado del banco. Confirmé que luce un enorme bigote blanco, níveo. Hoy domingo, a mediodía, sonreía desde unas gafas de sol negras, plácidamente compartiendo su banco con las familias con niños que acuden los días de fiesta al Museo. Me viene a la cabeza que hoy parece feliz, se me ocurre que quizá haya elegido vivir en ese banco, o que tal vez sí tiene una casa, posibilidad de lavarse, de comer, y sólo viene porque está jubilado y en lugar de mirar obras mira a las familias que vienen al Museo. Enseguida me convenzo de que la realidad raramente se parece a los cuentos.

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