domingo, 3 de enero de 2016

Turno de noche (I): El trabajo

Durante tres años, Half & Carmen fueron peones industriales en turno de noche en una rotativa, todos los fines de semana del curso y siempre que había hueco durante los meses de verano y otras vacaciones.

Empezamos firmando contratos de fin de semana, vía las recién puestas de moda ETTs, y al cabo de varios meses pasamos a firmarlos por un mes. Corría el año 2000, y la hora de peón salía a algo menos de 800 pesetas (algo menos de 5 euros después). No se cobraba ningún plus por trabajar en turno de noche, claro, porque el horario normal de la empresa era nocturno. Aunque en realidad la rotativa no paraba nunca: de día se imprimían los suplementos, de noche los diarios. La justificación de los contratos siempre era: “acumulación de tareas por exceso de producción”. La realidad es que en nuestra sección, el cierre, sólo había cuatro personas por la empresa, dos por noche, mientras que trabajadores temporales por exceso de producción podíamos llegar a diez o doce en fin de semana, uno o dos según el día de la semana. Durante años, años y años. Imagino que a día de hoy, si es que la empresa sigue, el exceso de producción continúa imprevisto, y como es imprevisto, seguirán contratando gente en precario.

Trabajábamos en una nave industrial, en medio de un descampado, que siempre tenía las puertas abiertas. En la nave había pulgas, y el primer año que estuve cogí piojos. Recordaré toda la vida que estudié el examen de Fisiología Animal mientras mi madre y mi abuela me sacaban las liendres. De todas formas, no puedo asegurar que los cogiera en el trabajo, tal vez fue en el bus o en la facultad, quién sabe. El frío en invierno era bastante brutal, pero con chaqueta no se puede trabajar, así que yo siempre iba con tres o cuatro mangas y guantes sin dedos, que también protegían las manos de los cortes con el papel. Entrábamos a  las once de la noche, y salíamos a las siete de la mañana, o cuando acababa la producción. Como cobrábamos por horas, nos convenía que las cosas fuesen mal para cobrar un par de horas más (un día hubo tal holocausto de papel, que algunos compañeros se tuvieron que quedar hasta las cinco limpiando. Yo, que siempre he sido una floja, me ahostié a la una del mediodía tras resbalarme por el cansancio, y me mandaron a casa).

El trabajo era bastante sencillo, pero también bastante cansado. Por una parte, la rotativa imprimía el diario, y los más veteranos alimentaban la máquina con los suplementos y la publicidad que tocaba ese día. Eso suponía horas ininterrumpidas de coger fardos, levantarlos y colocarlos perfectamente cuadrados en un agujero (siempre me gusta decir que aquel era un castigo griego, un trabajo de Danaide). Por otro lado, los más nuevos, cuando la máquina fallaba, recibían los periódicos mal colocados que caían por una rampa, los recomponían, hacían fardos de cincuenta y los recolocaban en la cinta transportadora. Para cuadrar los fardos había levantarlos con un movimiento de brazos contra el tronco y darles varios golpes contra la mesa, lo cual dejaba a las señoras de mi estatura dos bonitos rodales negros en los pechos, y a los más altos uno en la barriga. Muchas veces nos turnábamos, porque en tiradas muy largas la máquina tenía que ir muy rápido, y se tragaba los suplementos a velocidades que obligaban a doblar el lomo tantas veces por minuto que los flojos como yo corríamos riesgo de descuajaringamiento. Según el día, cuando acababa la tirada del periódico principal, había que preparar el suplemento del día siguiente o algún periódico de tirada menor. Eso significaba seguir doblando el lomo: la mitad recogía los fardos de la cinta transportadora y los cuadraba, la otra mitad cogía los fardos cuadrados y los colocaba en palés.

Mis preferidos siempre fueron uno de la iglesia y uno del partido comunista, que se imprimían el mismo día. Los comunistas iban a palés, y hasta hace nada todavía voluntariosos vendedores te los ofrecían por dos euros a la puerta de la FNAC. Los de la iglesia iban por suscripción, así que había que doblarlos cuidadosamente y ponerles una pegatinita con la dirección del destinatario. Como soy tan buena persona, o tan boba según se mire, creo que nunca llegué a hacer algo que pensé tantas veces: meter los periódicos comunistas, o al menos una hojita, dentro del periódico de la iglesia. O tal vez sí lo hice y he borrado el recuerdo. Lo que sí hice alguna vez fue dibujar bigotes en alguna publicidad de contraportada, y si alguna vez entre 2000 y 2003 alguien se encontró un crucigrama hecho, no puedo decir que no lo hiciera yo para matar el tiempo durante alguna rotura de máquina.


Era cansado, pero también tenía sus momentos buenos. En navidades sobraban botellas de vino de las cestas y el trabajo de las danaides se hacía mucho más llevadero. A veces, al salir, decidíamos ir a gastarnos el sueldo de una hora en desayunar un chivito y una cerveza en alguno de esos bares de abuelo en el que los parroquianos, mientras sorbían su carajillo, miraban aquella banda de jóvenes zarrapastrosos preguntándose por qué no estaban vomitando en un portal después de toda la noche de fiesta. Y quien no ha llegado a casa después de toda la noche doblando el lomo, lleno de virutas de papel y con las uñas y los mocos negros, se ha quitado la ropa que en realidad es un trapo lleno de tinta y se ha tumbado en la cama estirando los deditos doloridos y llenos de cortes, no sabe qué es la felicidad.

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