martes, 4 de enero de 2011

...relojes siderales y cronómetros para observaciones astronómicas y científicas, clepsidras, relojes de arena...

Leo estas líneas en el tren de vuelta a Barcelona tras las vacaciones de Navidad.
Reflexiono: Soy un almacén de ingentes cantidades de informaciones inútiles, de qué me sirve saber qué narices es una clepsidra. O saber que la culpa de la desgracia de Hermafrodita la tuvo Salmacis, que los dos satélites de Marte (sus hijos griegos, Fobos y Deimos) son en realidad asteroides atrapados de órbitas irregulares, o no saber, pero tener la certeza de que no puede ser otra sino La Clemenza di Tito la ópera que escribió Mozart con el motivo de la coronación de Leopoldo II. Zas, Jordi Hurtado me dio la razón.
El fragmento que llama mi atención, que a pesar de lo que pudiera parecer sacado de contexto, no habla sobre el irrefrenable paso del tiempo, pertenece a la novela La ciudad de los prodigios, de Eduardo Mendoza, que me ha reglado mi other half, una delicia para pasar el trayecto de algo más de tres horas y culturizarse a la vez sobre mi ciudad de acogida. Un escritor de los pocos que me ha hecho descubrir mi susodicho, que, al contrario de lo que me pasa a mi, almacena enormes cantidades de informaciones útiles rara vez leídas sobre papel impreso.
Reflexiono: cómo me jode, me jode sobremanera tener que leer en el tren, y no poder disfrutar de la lámpara que compraste poco antes de mi exilio, para que yo pudiera leer mientras tú veías la tele con tus piernas sobre mis rodillas.

Como escurriéndose implacables por la clepsidra, dos años han pasado desde aquel pánico inicial.

No hay comentarios:

Publicar un comentario